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La otra casa (The Other House)
Exhibición realizada en Galería Constitución, Buenos Aires, en abril de 2023, con curaduría de la Alberto Villa y Martín Fernández y texto de sala por Nicolás Cuello.
La serie de dibujos relata las tribulaciones, pesadillas y fantasías homosexuales de un sujeto vuelto sombra en medio de una típica reunión familiar alrededor de una mesa de comedor.
Solo show at Constitución Gallery, Buenos Aires, during April of 2023, curated by Alberto Villa and Martín Fernández with text by Nicolás Cuello.
The series of drawings depict the tribulations, nightmares and homosexual fantasies of a subject turned into a shadow during a typical familiar reunion around a dining table.
Créditos fotográficos/Photographic credits: Florencia Lista.




Afán desordenado (Disorderly desire)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 110 x 68cm, 2023

Polonio
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 101 x 73 cm, 2023

Tímido privado (Privately Timid)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 114 x 64 cm, 2023

Rumor (Rumour)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 117 x 72 cm, 2023

Tres graznidos (Three Honks)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 35 x 18 cm, 2023

Girasol (Sunflower)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 23 x 19 cm, 2023

Persecuta (Persecution)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 28 x 27 cm, 2023

Gavilán petirrojo (Robin Hawk)
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 28 x 29 cm, 2023

Iron Maiden
Lápiz sobre papel (pencil on paper), 131 x 72 cm, 2023.
DESUBICADA ELEGANCIA
I
En términos generales, no estaríamos exagerando si reconociéramos que en el pantano de aquello que identificamos como sentido común no existe relación alguna entre las mesas y el pensamiento o entre las sillas y la imaginación por fuera de su pragmatismo instrumental. De hecho, tanto estos objetos, como otros afines que los rodean y completan en su función social, suelen considerarse irrelevantes o directamente invisibles en su determinación para el ejercicio de la abstracción crítica. Pero recientemente, se han abierto un lugar un número importante a aproximaciones extrañas al campo de la fenomenología que reconocen y afirman, por el contrario, que estos artefactos no solo tienen una implicancia irremplazable en la historia del pensamiento, sino que lo constituyen en su posibilidad.
En su libro La mesa fantasma, Ann Banfield, por ejemplo, apunta que tanto las mesas como las sillas, al ser las cosas más cercanas que una persona tiene al momento de pensar, se vuelven la materia prima para el ejercicio de la filosofía. Muebles de aquel ‘cuarto propio’ desde el cual, señala, se observa el mundo real y se ensayan las más diversas premisas o hipótesis sobre la existencia. Por su parte también, en Fenomenología queer, Sara Ahmed sugiere algo similar, y es que los objetos que constituyen la familiaridad de un posicionamiento, es decir, la cultura material de lo inmediato, lo cotidiano y lo íntimo del espacio desde el cual un cuerpo se enuncia, ocupan un lugar protagónico, no meramente por ser su sostén o su apoyatura concreta, sino porque afirman, modelan y orientan el ‘desde’ y el ‘cómo’ se escribe, y por lo tanto, el ‘desde’ y el ‘cómo’ se piensa. Así es como el uso de las mesas, en particular, menciona, es capaz de mostrar la orientación misma de la filosofía, revelando lo que está próximo a la persona que la práctica o 'eso que' entra en contacto con su cuerpo al practicarla y que lo influye, lo modifica, lo moldea.
Podemos ver que lo que comparten estas autoras es la consideración de que los ‘objetos familiares’, cuando aparecen representados en el pensamiento, no sólo sirven para ilustrar un conjunto de ideas en el camino de la reflexión sobre el vínculo entre el cuerpo y la materia, sino que se trata de objetos con historias propias con las cuales el pensamiento dialoga, se afecta y desenvuelve el curso de sus potencias. Traer la mesa al campo de la imaginación, desplazando el manto de normalización silenciosa que su reducción funcional implica, es colocar la mesa delante de la escritura, delante del pensamiento o la imaginación, es decir, es una manera de mostrar cómo eso que pensamos y desde dónde lo pensamos, constituye una forma de orientación. Y esa forma de orientación es el ángulo que determina la singularidad y la diferencia de lo imaginado.
Restituir la historia de los objetos que hacen al pensamiento filosófico, no como cosas vacías, sino como presencias con las que cuales se establecen relaciones de autodeterminación significante en la capacidad de percepción del mundo, les permite a estas autoras pensar la mesa también como una forma de vida material que llega a construir su singularidad y su potencia afectiva, es decir su capacidad de afectar y afectarse, tanto por aquello con lo que ha estado en contacto como por el trabajo que nos permite hacer y que reproduce como posible. Y en este punto es importante detenerse.
Para ellas, cuando hablamos de mesas o de filosofía, estamos hablando de modelos orientadores, que acumulan en la cultura de sus usos dinámicas de poder que explican la expectativa naturalizada de su rectitud significante, es decir, ese deseo por producir líneas rectas a seguir, superficies planas sobre las que resulte seguro apoyarse, espacios donde los cuerpos que los ocupan estén ordenados de forma coherente, y en particular, una estructura de representación que construya y garantice la continuidad de aquellas jerarquías enmudecidas por este sistema cultural en cuestión que tanto alivio aparente proponen.
Estas autoras nos dicen que la orientación que ofrecen los objetos, desde sus funciones, superficies, texturas y modos de apoyo, es decir, su promesa, es otra forma de hablar sobre cómo los cuerpos se ubican los unos a los otros. Cómo se reconocen en tiempo y espacio, cómo construyen significado y cómo se ‘apuntan’ en relación a los horizontes de mundo que ofrecen y vuelven posibles. Orientarse es predisponer, es acondicionar, es una anticipación que calma. Pero esa orientación, tal como podemos advertir, por efecto de su obsesiva repetición, puede adquirir un peso tal que transforme su generosidad en obligación, su promesa en disciplinamiento, su seguridad en control. Cuando la relación material que establecemos con los cuerpos junto a los cuales nos significamos mutuamente se vuelve unívoca y condición exclusiva de historicidad, esto es, cuando sólo nos volvemos reales en tanto perseguimos el camino sugerido, aquello que era percibido como un trazo posible se vuelve una línea recta, haciendo que cualquier cosa que quede por fuera, se resista o no se adecue a su ritmo, continui- dad o coherencia lógica, caiga por el efecto nauseabundo del mareo, se tropiece en el pozo ensombrecido de la pérdida o se paralice ante la amenaza siniestra de lo que deja de ser ‘familiar’.
Cuando algo se desorienta, es decir cuando algo propone un movimiento imprevisto, un punto de vista otro o una perspectiva insolente ante la rectitud imaginaria de esa línea que llaman deber, funcionalidad, consenso, naturaleza o sentido común, hace que aquello a lo que tendemos por efecto de la orientación originaria, se convierta en una relación visceral, enfrentándonos a la amenaza de la soledad, al exilio de la locura o a la más cruda fragilidad corporal. Desordenar una mesa entonces puede ser vivido como una pérdida, como un fin, porque se interrumpe el sentido unilateral que ofrece como seguridad. Cuando la mesa se aleja de la promesa de su función, su historia cambia, algo se pierde y sentimos rechazo. Cuando la mesa tiembla, cuando sus bordes pierden filo, cuando se compromete la tesitura de su equilibrio, cuando nos sentamos donde no corresponde, cuando la sacudimos agresivamente o tan sólo la golpeamos, algo de su economía afectiva se altera. Algo de su familiaridad se transforma. Algo sobre ella se vuelve raro, peligroso, amenazante y, sobretodo, siniestro.
La otra casa, la primera exhibición individual de Nicolás Said, podríamos sugerir que forma parte, desde su singularidad, de esta revelación fenomenológica. Es que no solo detrás de los dibujos existen mesas que, en su relación conflictiva con el cuerpo, dirimen tanto la orientación de las líneas como su potencia afectiva. Las mesas también existen como tema, como perspectiva y como motivo que en su protagonismo centrípeto, en su repetición obsesiva, adelante del dibujo, superan la condición de superficie, de apoyatura o mera prótesis, arrojándose como pregunta sobre la vida material de los cuerpos, la obligatoriedad de lo común, la asfixia de lo familiar y el aburrimiento entumecido que brota en el mecanismo circular que supone a veces el parentesco.
Al borde de una mesa circular, ubicada en distintas inclinaciones y envuelta por texturas siempre cambiantes, Said reúne en una serie de dibujos monocromáticos a lápiz, cuatro presencias erguidas con la fuerza de un arcano, que se completan con una sombra errante y una serie de escenas pequeñas que, en su conjunto, parecieran estar reproduciendo un sistema cerrado de significación en el que se ahoga una historia encriptada por la superposición de ambientes góticos, elementos decorativos del renacimiento nórdico y figuraciones interrumpidas de lo humano animalizadas por la violencia de su espeluznante fragmentación o concebidas desde un realismo patético que asume la forma exagerada de la maldad deforme de los bufones medievales. Un nudo de figuraciones y referencias cuya distancia e incongruencia temporal aparece completamente desactivada, en tanto incomodidad histórica, por el uso estratégico que hace del surrealismo como un mecanismo hospitalario de alianza y celebración del anacronismo como gesto perverso.
Estas alegorías que acechan como fantasmas hambrientos la superficie de lo familiar, materializan a través de un minucioso y exigente dibujo, estados de ánimo que pasean al cuerpo por temperaturas coléricas, melancólicas, sospechosamente apacibles y disimuladamente reactivas, cuya inestabilidad y diferencia quedan paradójicamente contenidas por la fuerza analgésica de su terminación monocromática. Una reunión asincrónica de sentimientos alterados por algo que solía ser un común, un todo, una experiencia nuclear y finalmente devino, por la fuerza violenta del accidente, de la diferencia o del desacuerdo, en un aquelarre donde somos testigos, en el corazón de un hogar sin techo, de cómo una mesa es forzada a perder el rumbo de su función familiar para comportarse como una superficie quirúrgica en la que se ofrecen partes de un cuerpo anónimo brutalizado como reliquias de una belleza morbosa. Un sacrificio caníbal que no cae en la obviedad expresiva del gore, sino que se sostiene en la refinada sofisticación de su codificación violenta a lo largo de una paciente secuencia narrativa que Said construye como una síntesis lúdica entre las viñetas de un cómic adolescente y un tríptico religioso.
El sentido de otredad de esa casa a la que ingresamos no está dado solo por la distancia repulsiva que produce el universo figurativo desde el cual Said descompone violentamente el sentido de la pertenencia, presentando lo extraño como conocido y lo conocido como extraño, sino también por la femenina elegancia con la que ofrece un mundo doméstico, un mundo íntimo, que ya no es compatible, que ha perdido su rostro, alterando simbólicamente el curso de lo vincular, como también de la memoria y el recuerdo. Y esa incompatibilidad, ese sentimiento de estar desfasado, de mirar torcido, de estar en un borde a punto de caerse del reconocimiento social cuando nadie nos mira, queda organizado alrededor de una mesa. Una mesa circular en la que nos vemos invitados cuando nos enfrentamos corporalmente a estos personajes, y de hecho, en la que somos incluidos performativamente gracias a la proximidad inmersiva que exige la observación minuciosa de los dibujos, como a la ilusión que crea su foco y su perspectiva. Pero esta invitación, no es para ser testigos de una pérdida dramática. Por el contrario, se nos seduce a mirar siendo cómplices. Cómplices del efecto lúdico del mareo, del sufrimiento masoquista de quien se sacrifica como víctima, de quien hace del rechazo, del desmembramiento y de la negación como formas de contacto agresivo que modulan la orientación de un cuerpo en el mundo, algo que finalmente puede volverse deseable. Una pesadilla improductiva, un cuento sin moraleja, un estado en el que integramos este presente sin temor a la dolencia.
La historia de esta mesa inclinada es la historia de un cuerpo inclinado, pero también es la historia de la inclinación del dibujo. De cómo los sentimientos pérdida, la amenaza del exilio y lo que se vuelve inadmisible en la historia relacional del cuerpo y las cosas, puede afectar el devenir de una línea, y cómo esas líneas una vez incapaces de alcanzar la rectitud, ofrecen la fantasía desmoralizada de una otredad cargada de alegorías codificadas, de tiempos rotos y referencias desubicadas que, desde la representación de un hogar sin techo, de una mesa destrozada y de un cotidiano siniestro, señalan que la intimidad del mundo ha estado siempre compuesta de objetos mestizos, oblicuos y torpes. Líneas afectadas por una desorientación que no pueden más que parir representaciones fallidas, es decir imágenes imposibles, un ahora que todavía no es aún, entre las que identificamos cuerpos que no están ni vivos ni muertos, sino imaginados; espacios que no contienen ni amplían la forma, sino que la exponen, objetos preciosos de elegancia histérica que no están ni lejos ni cerca; y experiencias del tiempo que no nos ubican ni en un antes ni un después, sino a través. Una imaginación exagerada, demandante, verborragica, desde la cual Said presenta lo espectral y lo fantasmático, como formas de expresión excesiva. Un exceso de líneas, de artefactos, de sentidos, de tiempos y espacios que, una vez desorientados del deber de lo real, reflejan la naturaleza incontrolable de lo que puede ser una vez que aceptamos despedirnos, voluntaria o involuntariamente de la rectitud del origen, de la seguridad del futuro, de lo común sentido.
II
Cuando hablamos del exceso en los dibujos que componen La otra casa de Nicolas Said, hablamos no sólo de la intensidad frenética de su trazo, de la presión corporal que se vislumbra en el brillo opaco del grafito o del detalle obsesivo que define molecularmente cada gesto del bestiario animado de este museo de la sombra, sino también de un desborde de significación y de una asfixia decorativa del plano que acumula imágenes hasta deformar la capacidad de un reconocimiento unívoco del tiempo y el espacio, así como de otros indicadores de ordenamiento simbólico. Si antes identificamos que la desubicación de su obra era producto de la elaboración sensible de una familiaridad inclinada desde la perspectiva de lo siniestro, es decir, de un proceso de extrañamiento sobre lo ordinario, me interesa observar que esta desorientación, ese desarreglo psíquico que propone, es sugerido también por una apropiación diferencial de lo oscuro que privilegia una elegancia feminizada propia de la sensibilidad camp.
Si bien con el paso del tiempo su definición fue observada de manera crítica por ofrecer una lectura un tanto moralizada sobre la opacidad ambigua que reconocía en torno a su agencia política, en 1964 cuando Susan Sontag se aproxima al camp como una forma de posar exagerada, y más significativamente aún, como una variante de la sofisticación cuya esencia es el amor hacia lo antinatural, el artificio y las citas desmesuradas que adoptan una presencia esotérica a partir de la privación de su significado, creó un lenguaje común desde el cual identificar la potencia indómita de un modo de hacer contra la cultura, practicado en el borde del mundo. Pero sin duda, una de las más singulares características que popularizó su estudio fue la insistencia del camp por pronunciarse como una forma de tocar la realidad desde el humor, haciendo de la ironía en particular, el modo de referencialidad, alianza y expolio de aquellos signos de la cultura mayoritaria que de alguna forma conmovían a esas multitudes sexuales sumergidas por el peso de su diferencia.
La falta de prestigio intelectual que persiguió a la risa, fue lo que en su momento plantó tanto la expectativa disciplinante como la exigencia semiótica sobre el camp para que hiciera visible algo más que su gusto por lo banal, lo vulgar y lo artificial. Una demanda largamente insatisfecha por la ostentación de este arte de origen guarango que le significó durante mucho tiempo una codificación en la historia como una expresión inferior, de intensiones bajas, movilizada por una superficialidad epistemológica que vió interpretadas su carcajada trágica, su celebración absurda y su idolatría por lo femenino, como un signo hueco de consumo y mímesis sexual frustrada. Una forma de subestimación de su promesa que con el tiempo, mediada por las formas de captura familiaristas que significó la inclusión desactivada de lo queer, se trastocaría por completo.
Bruce LaBruce ha sido uno de los más precisos cartógrafos de las mutaciones del camp, y en particular de su deglución acrítica por las mayorías. Para el cineasta, se volvió imposible seguir hablando de manera monolítica de semejante fenómeno, y para eso expandió con múltiples categorías los modos de identificación de esta sensibilidad en tanto apropiación exagerada de signos feminizados de la cultura. La más llamativa de todas, fue la noción de anti-camp, la cual propuso como una síntesis de toda su frustración por los modos en que la cultura heterosexual supo vaciar de potencial revolucionario un modo de producir belleza que históricamente había articulado un gesto, extraño, poco claro, de descontento minoritario. Un consumo instrumental que, por su parte, Heather Love leyó no sólo como una forma de apropiación, deshaciendo la comodidad del victimismo, sino como un efecto residual de las complejas dinámicas de asimilación de la diferencia sexual, que la llevaron, en su crítica personal sobre el devenir del camp, no sólo a enfocarse en los modos en que dicha sensibilidad fue ‘cooptada’, sino también en la pervivencia de otros gestos queer, es decir, otras potencias utópicas de lo excesivo en expresiones culturales sospechosas, inauditas, desubicadas, fracasadamente camp.
Cuando entramos en contacto inmediato con el conjunto de dibujos que componen La otra casa de Nicolas Said, es posible que nuestra imaginación identifique una serie de referencias relativamente estables que nos separan de la posibilidad del camp: la sofisticación de la arquitectura gótica, la tetricidad del dandysmo y el delirio técnico, casi surreal, del renacimiento nórdico, se vuelven visibles con una velocidad que ahoga el modo particular desde el cual se aproxima a lo decorativo, a la belleza del ornamento: un camino subterráneo de correspondencias con el glamour resentido de aquellas feminidades maltratadas que Said acumula obsesivamente como papeles de carta desde su pasión cinéfila, y que traza de forma silenciosa y poco obvia en su atormentada delicadeza.
Hay algo de toda la tensión espectral que recorre sus dibujos, extendiéndose entre los pliegues de la vestimenta, el espesor de los cortinados, la eroticidad de los nudos, el relucir opaco de los metales así como el brillo ensombrecido de las joyas que completan esta suerte de retrato asincrónico formado por un sujeto despedazado al que sólo accedemos a través de su sombra, que se ofrece desde la energía de una feminidad oscura y decaída. Una feminidad que insiste en rasgos estereotipados pero desde una apropiación negativa de dicha economía del género, haciendo de la insistencia de su exageración, no una presentación irónica, sino una obstinación lunática que demuestra sus orígenes y hace belleza en el filo amargo de su desigualdad.
De hecho, esa distancia con lo irónico y la cancelación de la risa, son dos de los rasgos más característicos del exceso queer desde el cual Heather Love construye la posibilidad del fracaso camp como un nuevo lugar. Una forma de exaltación ostentosa de la abyección de la feminidad que desarticula su inscripción en un sistema que se ríe de las incongruencias de su propia posición, para, en su lugar, elegir el sufrimiento, el llanto, el distanciamiento social o el patetismo del dolor como lenguaje expresivo. Un vocabulario sentimental que adquiere su sentido por contraste, al inadecuarse al exito comercial del camp a nivel global como a su declive en tanto sensibilidad marginada, es decir, una vez que éste ha caído en desuso por efecto de la inclusión disolutiva en el proyecto del familiarismo heterosexual.
Ante la saturación que suponen estas nuevas imágenes positivas de la diferencia, edulcoradas por la especulación multicultural y su aceptación performativa de lo otro bajo el yugo de las políticas de identidad, recurrir a la representación de la amenaza lésbica, de la maternidad fallida y de una feminidad negativizada por el exceso de pasiones oscuras plantea una erotización de lo inútil, lo irreconciliable y lo disfuncional que, gracias a la fuerza de su afiebrado recelo, al igual que el ornamento, vuelven posible la existencia de formas de la sensibilidad queer que siembran pequeñas imágenes del terror en la pantalla de este mundo sin conflicto ni desvíos.
Lesbianas solteronas resentidas por la soledad, mujeres envejecidas ebrias de poder, ninfómanas que no se reconocen como víctimas, madres irresponsables que rechazan el mandato cultural, en su mayoría competitivas, inseguras y maliciosas, en todas ellas Nicolás Said encuentra una forma de belleza decaída que no contiene reservas de ironía o alegría esperando a ser liberadas, ni promete ternura o apego inspiracional, sino que, por lo contrario, le ofrece desde distintas motivos, tiempos y lenguajes, sentimientos de una elegancia asociada a la distancia social, al aislamiento y al sufrimiento erótico, una miseria sin aspectos recuperables que desafía la aspiración normativa de la cicatriz y la cultura de la redención en la que sucumbe a veces lo bello. En el posicionamiento perdido de estas malas mujeres encuentra la razón para una elegancia desubicada. Un tipo de belleza siniestra que Said retoma específicamente del subgénero de terror Psycho-Biddy, popular durante los años ‘60 y ‘70, en el que muchas actrices de Hollywood sentenciadas al olvido por su envejecimiento, se convierten en protagonistas excéntricas del terror psicológico, tematizando la paranoia, la locura y el control obsesivo sobre sus objetos de amor.
Mujeres que se ven acechadas por el pasado, mujeres que cobran la forma de fantasmas, otras que resultan en asesinas y acosadoras, o que incluso se vuelven musas de la enfermedad y la alucinación, como Verónica Vogler, personaje por el cual Said siente fascinación, todas en su totalidad, forman un conjunto de figuraciones pegajosas del devenir traumático de lo asignado como femenino que en escenarios góticos se ofrecen como una imagen explotada por prejuicios y lugares comunes, pero cuya incomodidad e incorrección hace circular de forma inestable una pregunta por lo que no cambia, por esa violencia sobre lo otro, por esa insistente negación de advenir distinto.
El exceso de La otra casa, es decir, el modo en que Said introduce su versión singular de lo decorativo y lo ornamental como un culto insidioso que brega por la elegancia siniestra y apacible de los detalles que descansan en segundo plano y que él mismo vive como una ostentación sin programa, como vicio incontrolable ante la minimalidad del blanco vacío, retoman la sutileza de una oscuridad que escapa de la extroversión del shock. En su lugar, Said hace de la apropiación disminuida de lo sofisticado, del rapto de elementos aristocráticos ahora en caída, como de la devaluación política de su valor, un modo desde el cual expresar la insatisfacción camp que justifica, ante un mundo que no basta, la meticulosidad abrasiva de su imaginación. Un exceso que recurre formalmente a distintos pasados, sin preocuparse por la proyección de futuros, actuando a través del dibujo la promesa del excedente, el amor a lo exagerado, esa condición impropia de las cosas, que reclama desde lo extraño, una lectura ambivalente de las posibilidades del ahora.
Nicolás Cuello. Abril 2023.
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